Buscar en este blog

20120917

Los delirios atómicos del general Perón

A finales de la década de los 40’s el estado argentino tenía las arcas llenas debido a los beneficios generados por la II Guerra Mundial. La neutralidad mantenida durante el conflicto bélico había resultado muy beneficiosa para la nación. Gobernada por el general Juan Domingo Perón, Argentina se había convertido en refugio de miles de nazis alemanes. Incluso se rumorea que un viejo, desgastado y achacoso Adolf Hitler podría haber estado entre aquella trouppe de alemanes con nombre falso que consiguieron huir de la justicia gracias a las gestiones del Vaticano.

Perón quería aprovechar el potencial técnico de los científicos germanos que llegaban al país. Creía que convertiría su Argentina en una especie de IV Reich, una potencia a la altura de la URSS, Gran Bretaña y Estados Unidos. El general no debía ignorar que la prosperidad en los años de la contienda mundial era una consecuencia de la demanda generada por esta. Aún así, la política populista del matrimonio Perón consistía en tirar la casa por la ventana, cosa que acabó socavando la efímera prosperidad argentina. El general era un admirador de Mussolini, y no había escatimado tampoco elogios hacia el régimen nazi. El fascismo no fue enteramente aniquilado en la II Guerra Mundial. Sobrevivió gracias al general Perón y al general Franco en España. Perón se veía a si mismo como una tercera vía en la guerra fría, un contrapeso entre el socialismo soviético y el capitalismo angloamericano. Y para hacer realidad esa fantasía delirante, sólo le faltaba anunciar que Argentina formaba parte del exclusivo club nuclear.

Y aquí es donde comienza una de las historias más freaks jamás contada.

Los delirios de grandeza del general Perón se vieron cumplidos cuando conoció a un partner de su misma categoría: el “científico” austriaco Ronald Richter. La fama de éste era ya notoria, después de haber descubierto los inexistentes “rayos delta”. Para que nos hagamos a una idea, Richter cumplía el arquetipo de lo que se vendría en denominar “un científico loco”. Cualquier relato que se haya hecho en el cine o en los cómics de la Marvel queda sobrepasado por este sujeto. Según testigos que trataron con él, tenía tendencia a entrar en estados de trance, ponía los ojos en blanco y simulaba, o creía, estar iluminado por revelaciones científicas increíbles. Además era paranoico hasta las trancas. Creía ver espías y saboteadores a todas horas. El tipo era un buen public-relations y sabía vender sus teorías estrambóticas con una estrategia que oscilaba entre el rigor científico y los ejemplos simples para el vulgo. Es de suponer que a Perón lo convenció con lo segundo. Son muchos los que creen que Richter le arrastró hacia su mundo de fantasía.

Pero la cuestión alcanza un grado de surrealismo supino cuando entramos en el detalle de las “investigaciones” de Richter. Atención: el científico austriaco pretendía ni más ni menos que materializar un reactor nuclear… ¡de fusión! Para los que sean legos en la materia explicar que, aún hoy en día, la energía nuclear de fUsión es un mito. Toda la tecnología nuclear actual es de fIsión. Consiste en bombardear un núcleo con neutrones para liberar energía, cosa que se produce dentro de un reactor, con los riesgos, fugas y catástrofes que tan bien conocemos. En cambio, la energía nuclear de fUsión supondría la implosión termonuclear “hacia adentro”, controlada, con muy pocos riesgos y prácticamente sin residuos. Según palabras del general Perón, las investigaciones de Richter no estaban destinadas únicamente a usos militares. “Permitiría llevar la energía de fusión envasada como se lleva hoy la leche en botellas”, afirmó. Hay que imaginarse un equivalente del butanero, pero en plan termonuclear.

¿Cómo pretendía Richter conseguir semejante prodigio cuando ni con las tecnologías actuales se ha conseguido [o al menos eso dicen]? Es un enigma. Según algunos, tenía un horno gigantesco en el que, mediante complejos procesos químicos, conseguía producir temperaturas de decenas de miles de grados. La cuestión radicaba en fabricar reacciones termonucleares protón-protón como las que se producen dentro del sol. Debido a su manía persecutoria, el “científico” consiguió al final que Perón le montara un laboratorio en una isla perdida en medio de un lago en la Patagonia, con extremas medidas de seguridad. Además, el general le dio un mandato presidencial que convertía a Richter en el primer presidente que gobierna en una isla de un kilómetro cuadrado. Allí montó su reactor de cemento armado, pero cuando lo tenía acabado parece ser que no le gustó el diseño de los tubos de ventilación y dijo que había que echarlo abajo. La siguiente fue que el reactor tenía que estar bajo tierra. Por descontado, todo el proyecto le estaba costando una fortuna al Estado, así que Richter recibió ciertas presiones para que presentara resultados. Un día, en su laboratorio, creyó ver una prueba irrefutable de que sus teorías habían llegado a buen puerto. A pesar de que incluso algunos de sus colaboradores más fieles le quisieron hacer ver que las pruebas eran inconsistentes, Richter se precipitó a comunicar la buena nueva al mundo. El 16 de febrero de 1951 a las 10 de la mañana, el presidente Perón se preparó para hacer el ridículo y anunció el “gran descubrimiento”:
“En la Planta Piloto de Energía Atómica en la Isla Huemul, de San Carlos de Bariloche, se llevaron a cabo reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica.”

Eso decía el comunicado. Miles de titulares en todo el mundo anunciaban el nacimiento de una nueva potencia nuclear. A los rusos y americanos todo este show les debió sonar a chiste. De alguna manera, Perón debió recibir advertencias desde diferentes lugares sobre un posible fraude. Mientras en el Teatro Colón de Buenos Aires se estrenaba la ópera ‘Richter!’, determinados mandos militares reclamaban que se creara una comisión que supervisara los trabajos del físico. Hasta ese momento, el general Perón había tenido una fe ciega en el proyecto de la isla Huemul. Hubo varios intentos de acceder a las instalaciones y supervisar el proyecto nuclear archisecreto. Pero Ritcher –que recordemos que era Presidente de la isla Huemul- lo impedía apostando soldados y guardias para que apuntaran con sus armas a los visitantes. Incluso llegó a tirar al agua a un alto mando del ejército cuando este intentó pasar. Pero finalmente no puso librarse de una inspección a fondo. En septiembre de 1952 la isla Huemul fue finalmente visitada por una comisión fiscalizadora. Esta comisión, formada por la flor y nata de los científicos argentinos, encontraron en el lugar cuatro cachivaches muy parecidos a los de las clínicas de depilación del doctor Rosado, pero ninguna evidencia de que allí se estuviera produciendo energía termonuclear.
Después de descubrir el gran bluf de este chiflado profeta nuclear, vino lo peor. Hubo que anunciar que los experimentos habían fracasado y que Argentina no era una “potencia nuclear”. Se estima que el coste del proyecto rondó los 300 millones de euros de la época. Las arcas del Estado estaban vacías y el pueblo argentino se enfrentaba a una nueva etapa de miseria. El científico austriaco acabó sus días en 1991 en un modesto apartamento en las afueras de Buenos Aires, condenado al ostracismo.

Esta friki e increíble historia es un ejemplo más del tipo de megalómanos que gobiernan el planeta Tierra. ¿Hasta cuando?
Las aventuras y desventuras de Richter están excelentemente plasmadas en este documental: